«I time every
journey
To bum pinto
you, accidentally»
Franz Ferdinand
Lautaro
sabía calcular con precisión la ubicación en paralelos y meridianos. Sabía con
certeza absoluta los horarios de los micros que lo llevaban a trabajar. Sabía
cómo meter una traba sutil para que el delantero trastabillara y el árbitro no
supiera si sancionarlo o no.
En
esta descripción hay algo sustancial; no es azarosa: a la salida del club, ese
sábado, se pusieron a prueba algunos de sus conocimientos. Por citar uno, tuvo
que revisar en su archivo mental si aquella chica de pelo ondulado era o no
conocida. El siguiente paso en su googleada interna fue dilucidar si ella no había
salido con Toto o Francisco, cosa de no ser acusado de utilizar,
metafóricamente, un serrucho en el suelo en que se paraban –figuradamente– sus
amigos. «File not found», dijo su cerebro. «Dale para adelante», advirtió
después.
Calculó
cada paso y palabra. «Estaban preparadas como proyectiles», diría quien creyera que lo
suyo era la cacería de una presa. Lautaro lo vería más como parte de ese
ejercicio cíclico que era el sábado en su conjunto; eso, o simplemente un
nuevo despunte de libido.
Pero, aunque no era tan básico como para incurrir en preguntas clásicas por los
signos del Zodiaco, su rendimiento de esa tarde, se diría, habría sido mejor en
la cancha que en el estacionamiento. Elisa, la susodicha, distó de
impresionarse por el bolso deportivo, que permitía inferir que él jugaba en las
inferiores. «No todas las castañas pulposas son botineras», pensó. Manejarse con
la creencia de que las relaciones podían predecirse, cual mecánico llenado de
casilleros en planillas, no le estaba resultando una filosofía de vida gratuita.
Fueron
inútiles las insistencias en «Te conozco de algún lado» o «Tu cara me suena», desviadas con la facilidad que el agua
encuentra las depresiones en el suelo. Esas frases apenas consiguieron una
sonrisa que decía a voz en grito «Otra vez el mismo ritornello».
Pero Lautaro
sabía rodearse de contactos. La clave obtenida con esfuerzo ciclópeo (el nombre
«Elisa») junto con un par de consultas virtuales se combinaron con su habilidad para los
paralelos y meridianos. Supo entonces que ella saldría, con amigas, a una
fiesta a no mucha distancia. Supo que al mirarse al espejo, después de la
ducha, vería el rostro ajado (con una grieta invisible pero presente) de quien
siempre había tenido problema en las asistencias al momento de pasar la pelota fuera del
rectángulo de pasto. Supo, a
los diez minutos de su segunda conversación con Elisa, que si la carta del aspirante
a ganador no funcionaba, sería necesario la que despertaba simpatía.
–Sos
lindo, a pesar de que no te sale hacerte el gato– dijo ella al fin de un ciclo de palabras.
Lo
que Lautaro podría explicarse era ese despuntar compasión –o hasta ternura– que llevó al beso. Lo que no
(y que tampoco era calculable) fue el despuntar, en él, de una alergia no
advertida a las fresas, como las que contenía la esencia del brillo labial que
lo indujo a un episodio anafiláctico.
Besos que matan por Lucas Gagliardi se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.
Basada en una obra en http://lasacrobacias.blogspot.com.ar/2013/09/besos-que-matan.html.
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