Mudarme a un
departamento con balcón fue una deuda personal que saldé hace poco.
Mi madre me
consiguió algunas plantas que le dieron una ilusión de verdor, de pequeño
cuadradito de patio suspendido en el aire. Ese cuadradito resultó ser multiuso:
microclima tropical para las plantas, espacio para tomar sol cando viene ella,
hasta lugar para echar la almohada y dormitar en una noche muy calurosa.
Ante ese desarrollo
de los acontecimientos y posibilidades comencé a interesarme más por los
balcones y sus habitantes, entre los cuales me incluyo. En estos días me he
formulado preguntas, algunas de ellas muy inquietantes:
- ¿Es normal preferir desarrollar una vida en el balcón antes que en el interior del departamento?
- Situación posible: a mí me gusta sentarme a fumar allí, con las piernas sobresaliendo entre el barandal, suspendidas. Esto genera un problema de, digamos, jurisdicción. ¿Y si me quiebro la pierna salida de las rejas del balcón porque justo me cae un pedazo de nave aeroespacial? ¿Qué haría en ese caso la compañía de seguros? ¿Me cubrirá aún cuando las piernas no estuvieran dentro de los metros cuadrados del departamento?
- Situación deseable: espero que la ciencia avance y algún día nos permita, mediante algún dispositivo, ejercitar el salto al estilo del Super Mario Bros., pero en lugar de saltar de un tubo a otro utilizar las balaustradas como puntos de apoyo. Seguramente se impondría como el ejercicio de moda en las grandes ciudades contemporáneas.
En un intento de
resolver estas dudas (o de hacer posibles situaciones hipotéticas como la
tercera) he salido a explorar la vida urbana y su geografía. Fui a explorar los
diferentes tipos de balcones: los hay cerrados como jaulas; los hay
ornamentados con balaustres que invitan
a espiar lo que ocurre en su interior; hay algunos con materiales
traslúcidos y otros que traslucen el paso del tiempo en los edificios; algunos
sirven como atalayas para husmear en las actividades de la calle; otros, como sitio
autoprohibido para quienes sufren de acrofobia. Esta última palabra junto con ‘celosía’
forma parte del léxico que he adquirido durante mi investigación. No puedo
esperar a usar ‘celosía’ en alguna conversación casual.
El balcón y su
estudio me han traído más satisfacciones, incluso las de índole económica. En mi
investigación descubrí que aún la gente que vive en un PH o en la planta baja
de un edificio, todos ellos ansían en algún momento la vida suspendida entre la
casa y el dominio de la calle. Comencé a alquilar el balcón por fracciones de
tiempo y el negocio ha prosperado notablemente. El otro día una madre de tres
hijos lo alquiló por un espacio de dos horas para leer una revista y refugiarse
en el verdor de las macetas; ya me han reservado varios estudiantes para
subrayar sus apuntes en el rectángulo del 5to C. debo decir que el
comportamiento de cada uno de los que pasan un tiempo allí cambia notablemente,
como si respiraran de otro modo la misma ciudad en la que viven el resto de sus
días. Incluso los animales que visitan el balcón han cambiado sus hábitos: las
palomas –animal asqueroso si los habrá- han abandonado su estupidez habitual y
en lugar de chocar contra los vidrios de la ventana parecen comunicarse entre
ellas y reunirse a repartir chismes mientras se posan en fila sobre la
balaustrada; incluso algunas vienen de noche a mantener a raya a los murciélagos.
La semana entrante
tengo que embarcarme en un breve viaje al campo y por lo tanto deberé poner el
negocio en suspenso por unos tres días. Me pregunto si no mostraré signos de
ansiedad durante ese viaje; me refiero a la ansiedad de, en algún momento,
juntar algunas ramas en el lugar donde acampemos y disponerlas para construir
un rectángulo enrejado para refugiarme del campo abierto.