Hacer acrobacias en una pestaña puede parecer más complicado de lo que es, pero a fin de cuentas se la puede remar. Para desmitificar el mundo, este blog-cajón de sastre con las crónicas de un acróbata mal pago.

viernes, 29 de noviembre de 2013

Gracias por los días

I
Mi familia siempre compró días. Cuesta comprender cuál era la moneda para esas transacciones, pero creo que ya lo he entendido.

Como todos los negocios, siempre alguno habría de frustrarse. Eso lo entendí, al fin, cuando enfrentamos la negociación más enérgica con la muerte. Ella no quería ceder y se mantuvo firme en su propósito de terminar con mi hermana.

A Selena la digirió el cáncer ese año. Cavó túneles estratégicos, secretos, que hicieron ceder el suelo en una reacción encadenada. No fueron muchos los días que pudimos comprarle, aunque en la tarde en que esperábamos la palabra «remisión» como noticia, creímos que sí.

II
Estaba de licencia por una gripe. Selena me llamó para que fuera a casa de mamá. Ella me lo contó en el patio, junto a las macetas que nunca recordaba regar cuando iba a lo de los viejos.

Selena siempre había sido capaz de soltar cosas inesperadas mientras hacía actividades cotidianas. A los 9, recuerdo que me dijo que una vecina había muerto en un accidente de autos mientras ambas estábamos poniendo unos plantines en la tierra como podíamos. Nunca entendí por qué con esas condiciones dejó Periodismo y estudió contabilidad. Luis, su novio desde la secundaria, tampoco.

–Tengo que ir al médico mañana para confirmar un par de cosas, pero ya es oficial. Y no pinta bien.

–¿Saben algo papá y mamá?

–...

Se regó las sandalias por accidente.

–Sí, pero no les dije nada de a qué nivel está.

–¿Y Luis?

–Sabe todo. La verdad

Me quedé pensando en los muchos sentidos de la palabra «verdad» entre nosotras. Ella debió reconocerlo, por eso dijo:

–Verdad verdadera, no como la «verdad» de la tía Maruja– en relación a una legendaria tía abuela nuestra que, al irse a vivir a Estados Unidos, no se resignó a pasar de ser «blanca», a ser «latina» en las planillas de Inmigración. Y para ello, construyó su verdad espolvoreando minuciosamente todo su cuerpo con una fina película de talco antes de hacer pie en el control del aeropuerto del norte que la vio bajar y nunca volver.

¿Terminaríamos como esos parientes y sus rayes?



III
Recuerdo la tarde en que le confirmaron el mal diagnóstico. Fue después de una aplicación que la sumió por días en un sueño muscular. Ya algo repuesta, fue al consultorio. La esperaba con el auto en la vereda frente al consultorio, porque no me dejó entrar. La vi salir desde pero no le ví la cara hasta que ingresó al coche, puesto que extrañamente desde que salió su cabeza quedó oculta a mis ojos por el techo que cerraba la ventana del lado del acompañante, una decapitación que a la distancia me sigue perturbando como una profecía de los griegos.

Apagué le motor cuando la vi sentarse mirando fijo hacia adelante. No quería que nos interrumpiera la conversación con el vehículo, que hasta ese momento me había escudado para preguntarle «¿Y?».

Fiel a ella, arremetió, como nunca, con su mejor martes trece.

–Acompañame a comprar la peluca.

Manejé hasta dar con un local de por ahí. Entre las góndolas atestadas de moda en productos varios, ninguno esquivó el bulto.

–¿Qué vas a hacer?

–Por lo pronto, ser prevenida y comprarme una peluca.

No levantaba los párpados indolentes de los peluquines en las góndolas. Paseaban como quien mira sin interés de enganchar algo en la tele de un domingo por la tarde. Era como si dentro de ella se hubiera apagado algo. No sé si como una vela consumida ya o como una luz dependiente de un interruptor que se había bajado por el momento.

Hablamos a tijeretazos de Luis, de qué le contaría y cómo. Su rol como comunicadora no parecía interesarle.

–¿Qué te parece esa?– señalé, de pronto, una peluca castaña, de corte carré.

–Tengo cáncer, no síndrome del mal gusto, Lali.

Definitivamente, sus luces dependían de un interruptor, no de una fuente ya agotada. Pero ¿cuánto tardaría en  agotarse?

IV
Cuando se peleó con Luis habían pasado 3 meses del diagnóstico. Comenzó por una discusión sobre lo mucho que ella hacía. «Selena, no parás ni cinco minutos. Qué vas a mejorar así» o «Selena, estuviste descompuesta toda la mañana. Quedate quieta».

Ella le dijo, según supe, que no quería detener el baile porque las sandalias le estuvieran apretando. Ese día de junio, estalló en dos preguntas:

–¿Qué carajo querés que haga? ¿Qué me quede a marchitarme y amargarme como una vieja chota que llora en una de esas películas «inspiradoras»?

Luis no pudo comprar más días con ella. No en la misma casa, al menos. Esa tarde me pidió venirse al departamento por unos días, que se transformaron en semanas transferidas bancariamente a la casa de mamá hasta el fin.

Pero cuando le quise preguntar por el motivo real de la pelea con Luis, de quién le había reclamado a quién, solo espetó que no le importaba «actuar como una vieja chota» pero sí convertirse en una por quedarse quieta.

–Si llego a la chotez, que sea bien ganada.

Semanas después, ya en casa de mamá y desde el otro lado de la línea telefónica me dijo que la quimio no estaba funcionando. Y que probablemente la iba a dejar porque estaba podrida. Le corté enfurecida. Esa «chotez» no se la perdonaría.

V
Nos volvimos a hablar porque mamá me lo exigió, porque la forzó a hablar con Luis casi a diario aunque no la sacara de su emperramiento de no volver a casa mancomunada con su novio. La chica que eligió una peluca lacia comenzaba a consumirse oficialmente, pero estaba dispuesta a negociar porque necesitaba hablar.

Nos encontramos en la pieza que yo había dejado, por completo, hacía ya 5 años. Mamá no la había conservado por tradición de cultivar el tiempo pasado. Su política era solamente echar carpiendo a los ácaros, pero no causar un mal feng shui en el nido vacío. Yo diría que simplemente le daba pereza cambiar de lugar las cosas.

Selena estaba recostada sobre la que había sido mi cama. Se notaba que había estado descompensada un rato antes. Y tenía los signos encapsulados en el rostro de haberlo escondido de mamá para que ella se fuera a resolver unos asuntos fuera de la casa.

No habló de «decisiones tomadas» ni de «cosas inevitables», pero sí de que tenía que hacer que su novio la dejara tranquila porque así sería «más fácil».

–Mirá que sos retorcida. Ya querés calcular cuánto no tiene que sufrir para superar más pronto tu muerte –sorprendentemente, no me daba escozor hablar así de su muerte. Ya la sentía como un tema del que me había apropiado y no estaba dispuesta a renunciar a mi pequeña parcela de propietaria.

–Precisamente porque lo conozco.

–Dejá de hacerte la víctima y la samaritana, Selena. No querés ser la enferma que se consume entre las lágrimas del resto pero caés en el juego de la superada, la que hace todo por el beneficio ajeno.
Se quedó unos segundos sin palabra.

–Si fuera la directora de esta película– prosiguió– buscaría justificar mis pelotudeces. Pero no me saldría, seguro.

–¿Por qué?

–Porque no me sale lo empalagoso. La verdad es que no solo quiero que él se acostumbre o que no me sermonee. Sabés muy bien que soy superficial, lo suficiente como para no querer que me vea demacrarme día a día. Por eso, si no me velan a cajón cerrado, vuelvo y les embrujo la casa.   

Yo miraba el cubrecama beige. ¿Cómo hacía mi hermana para estar recostada sobre un color que siempre había detestado si era tan  obsesiva de la estética? Dije, cansada:

–Lo peor de todo es que siempre fuiste así de extrema. Saliste bruta a papá cuando se trata de hablar.

–¿Te acordás de cómo teníamos la pieza? –dijo en un rapto de animación– Eso fue antes de que te pusieras de novia y te pintara ser ordenada, Lali. Papá siempre te decía que  bajo el despelote que tapaba los cerámicos del piso podía aparecer el Santo Grial.

Cómo olvidarlo. Esas tardes haciendo acrobacias en el enredo de cables que trazaba líneas flotantes e imposibles, de las cuales se enganchaban prendas arrojadas a su suerte. Fue también la época en que corríamos escaleras abajo para atender el teléfono por si llamaban Matías o alguno de los veintisiete tipos con los que supuestamente salía Selena (siempre alguna de las dos se encargaba de inventar uno nuevo para sumar al lote). Esas corridas por el hogar, en que nos enganchábamos para no caernos de cuanta península insólita de la casa pudiéramos asirnos.

VI
Sólo llegué a verla sin posibilidades de moverse mientras estuvo en casa de mamá. Mamá adoptó un estado de omnisciencia: estaba en todos lados pero a la vez no intervenía. Se le notaba la costura de la resignación en sus ropas, en su piel, en sus conversaciones. La internación fue tan vertiginosa que apenas pude volver de un viaje por trabajo a Rosario y enterarme antes de que se agotara el saldo de los días.

No me quiso hablar por teléfono de su estado. Me recriminó lo que desde hacía años no me recriminaba: lo que había hecho de Matías. 

–Cómo lo dejaste y por cuántas pelotudeces, Lali. Ahora que soy inimputable (sí, te guste o no, sea estereotipo o no), te lo recuerdo. Hacé algo con eso, querés.

VII
Matías se vino desde Bahía Blanca para el funeral. Se quedó conmigo todo el día y se repatrió después como si la ruptura entre nosotros se hubiera repuesto tras un breve armisticio. De alguna forma, Selena negoció para mí un día con él, recordándome por qué, a pesar de la fisura irreconciliable, él seguía pareciéndome un hombre inigualable. Seguramente, regateó por más con sus últimos estertores, porque siempre quiso que volviera con él.



Bien, entonces tomo el vuelto de tus negocios, hermana, y los invierto sin respetar el trato que le hiciste a la muerte. Prefiero gastarlo en mis muertos que en los vivos, que no son míos en realidad. Porque tu muerte, como dije arriba, quedó loteada (te guste o no) y me llevé una parte. Es por eso que los días que le pude manotear a la Parca, los uso ahora para escribirte este repaso, con la esperanza de que sea una inversión más productiva (y elegante) que la peluca que finalmente compraste aquel día.

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Gracias por los días por Lucas Gagliardi se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.
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