I
Mi familia siempre compró días. Cuesta
comprender cuál era la moneda para esas transacciones, pero creo que ya lo he
entendido.
Como todos los negocios, siempre alguno
habría de frustrarse. Eso lo entendí, al fin, cuando enfrentamos la negociación
más enérgica con la muerte. Ella no quería ceder y se mantuvo firme en su
propósito de terminar con mi hermana.
A Selena la digirió el cáncer ese año.
Cavó túneles estratégicos, secretos, que hicieron ceder el suelo en una
reacción encadenada. No fueron muchos los días que pudimos comprarle, aunque en
la tarde en que esperábamos la palabra «remisión» como noticia, creímos que sí.
II
Estaba de licencia por una gripe. Selena
me llamó para que fuera a casa de mamá. Ella me lo contó en el patio, junto a
las macetas que nunca recordaba regar cuando iba a lo de los viejos.
Selena siempre había sido capaz de soltar
cosas inesperadas mientras hacía actividades cotidianas. A los 9, recuerdo que
me dijo que una vecina había muerto en un accidente de autos mientras ambas
estábamos poniendo unos plantines en la tierra como podíamos. Nunca entendí por
qué con esas condiciones dejó Periodismo y estudió contabilidad. Luis, su novio
desde la secundaria, tampoco.
–Tengo que ir al médico mañana para
confirmar un par de cosas, pero ya es oficial. Y no pinta bien.
–¿Saben algo papá y mamá?
–...
Se regó las sandalias por accidente.
–Sí, pero no les dije nada de a qué nivel
está.
–¿Y Luis?
–Sabe todo. La verdad
Me quedé pensando en los muchos sentidos
de la palabra «verdad» entre nosotras. Ella debió reconocerlo, por eso dijo:
–Verdad verdadera, no como la «verdad» de
la tía Maruja– en relación a una legendaria tía abuela nuestra que, al irse a
vivir a Estados Unidos, no se resignó a pasar de ser «blanca», a ser «latina»
en las planillas de Inmigración. Y para ello, construyó su verdad espolvoreando
minuciosamente todo su cuerpo con una fina película de talco antes de hacer pie
en el control del aeropuerto del norte que la vio bajar y nunca volver.
¿Terminaríamos como esos parientes y sus
rayes?
III
Recuerdo la tarde en que le confirmaron el
mal diagnóstico. Fue después de una aplicación que la sumió por días en un
sueño muscular. Ya algo repuesta, fue al consultorio. La esperaba con el auto
en la vereda frente al consultorio, porque no me dejó entrar. La vi salir desde
pero no le ví la cara hasta que ingresó al coche, puesto que extrañamente desde
que salió su cabeza quedó oculta a mis ojos por el techo que cerraba la ventana
del lado del acompañante, una decapitación que a la distancia me sigue
perturbando como una profecía de los griegos.
Apagué le motor cuando la vi sentarse
mirando fijo hacia adelante. No quería que nos interrumpiera la conversación
con el vehículo, que hasta ese momento me había escudado para preguntarle «¿Y?».
Fiel a ella, arremetió, como nunca, con su
mejor martes trece.
–Acompañame a comprar la peluca.
Manejé hasta dar con un local de por ahí.
Entre las góndolas atestadas de moda en productos varios, ninguno esquivó el
bulto.
–¿Qué vas a hacer?
–Por lo pronto, ser prevenida y comprarme
una peluca.
No levantaba los párpados indolentes de
los peluquines en las góndolas. Paseaban como quien mira sin interés de
enganchar algo en la tele de un domingo por la tarde. Era como si dentro de
ella se hubiera apagado algo. No sé si como una vela consumida ya o como una
luz dependiente de un interruptor que se había bajado por el momento.
Hablamos a tijeretazos de Luis, de qué le
contaría y cómo. Su rol como comunicadora no parecía interesarle.
–¿Qué te parece esa?– señalé, de pronto,
una peluca castaña, de corte carré.
–Tengo cáncer, no síndrome del mal gusto,
Lali.
Definitivamente, sus luces dependían de un
interruptor, no de una fuente ya agotada. Pero ¿cuánto tardaría en
agotarse?
IV
Cuando se peleó con Luis habían pasado 3
meses del diagnóstico. Comenzó por una discusión sobre lo mucho que ella hacía.
«Selena, no parás ni cinco minutos. Qué vas a mejorar así» o «Selena, estuviste
descompuesta toda la mañana. Quedate quieta».
Ella le dijo, según supe, que no quería
detener el baile porque las sandalias le estuvieran apretando. Ese día de
junio, estalló en dos preguntas:
–¿Qué carajo querés que haga? ¿Qué me
quede a marchitarme y amargarme como una vieja chota que llora en una de esas
películas «inspiradoras»?
Luis no pudo comprar más días con ella. No
en la misma casa, al menos. Esa tarde me pidió venirse al departamento por unos
días, que se transformaron en semanas transferidas bancariamente a la casa de
mamá hasta el fin.
Pero cuando le quise preguntar por el
motivo real de la pelea con Luis, de quién le había reclamado a quién, solo
espetó que no le importaba «actuar como una vieja chota» pero sí convertirse en
una por quedarse quieta.
–Si llego a la chotez, que sea bien ganada.
Semanas después, ya en casa de mamá y
desde el otro lado de la línea telefónica me dijo que la quimio no estaba
funcionando. Y que probablemente la iba a dejar porque estaba podrida. Le corté
enfurecida. Esa «chotez» no se la perdonaría.
V
Nos volvimos a hablar porque mamá me lo
exigió, porque la forzó a hablar con Luis casi a diario aunque no la sacara de
su emperramiento de no volver a casa mancomunada con su novio. La chica que
eligió una peluca lacia comenzaba a consumirse oficialmente, pero estaba
dispuesta a negociar porque necesitaba hablar.
Nos encontramos en la pieza que yo había
dejado, por completo, hacía ya 5 años. Mamá no la había conservado por
tradición de cultivar el tiempo pasado. Su política era solamente echar
carpiendo a los ácaros, pero no causar un mal feng
shui en el nido vacío. Yo
diría que simplemente le daba pereza cambiar de lugar las cosas.
Selena estaba recostada sobre la que había
sido mi cama. Se notaba que había estado descompensada un rato antes. Y tenía
los signos encapsulados en el rostro de haberlo escondido de mamá para que ella
se fuera a resolver unos asuntos fuera de la casa.
No habló de «decisiones tomadas» ni de
«cosas inevitables», pero sí de que tenía que hacer que su novio la dejara
tranquila porque así sería «más fácil».
–Mirá que sos retorcida. Ya querés
calcular cuánto no tiene que sufrir para superar más pronto tu muerte
–sorprendentemente, no me daba escozor hablar así de su muerte. Ya la sentía
como un tema del que me había apropiado y no estaba dispuesta a renunciar a mi
pequeña parcela de propietaria.
–Precisamente porque lo conozco.
–Dejá de hacerte la víctima y la
samaritana, Selena. No querés ser la enferma que se consume entre las lágrimas
del resto pero caés en el juego de la superada, la que hace todo por el
beneficio ajeno.
Se quedó unos segundos sin palabra.
–Si fuera la directora de esta película–
prosiguió– buscaría justificar mis pelotudeces. Pero no me saldría, seguro.
–¿Por qué?
–Porque no me sale lo empalagoso. La
verdad es que no solo quiero que él se acostumbre o que no me sermonee. Sabés
muy bien que soy superficial, lo suficiente como para no querer que me vea
demacrarme día a día. Por eso, si no me velan a cajón cerrado, vuelvo y les
embrujo la casa.
Yo miraba el cubrecama beige. ¿Cómo hacía
mi hermana para estar recostada sobre un color que siempre había detestado si
era tan obsesiva de la estética? Dije, cansada:
–Lo peor de todo es que siempre fuiste así
de extrema. Saliste bruta a papá cuando se trata de hablar.
–¿Te acordás de cómo teníamos la pieza?
–dijo en un rapto de animación– Eso fue antes de que te pusieras de novia y te pintara
ser ordenada, Lali. Papá siempre te decía que bajo el despelote que
tapaba los cerámicos del piso podía aparecer el Santo Grial.
Cómo olvidarlo. Esas tardes haciendo
acrobacias en el enredo de cables que trazaba líneas flotantes e imposibles, de
las cuales se enganchaban prendas arrojadas a su suerte. Fue también la época
en que corríamos escaleras abajo para atender el teléfono por si llamaban
Matías o alguno de los veintisiete tipos con los que supuestamente salía Selena
(siempre alguna de las dos se encargaba de inventar uno nuevo para sumar al
lote). Esas corridas por el hogar, en que nos enganchábamos para no caernos de
cuanta península insólita de la casa pudiéramos asirnos.
VI
Sólo llegué a verla sin posibilidades de moverse mientras estuvo
en casa de mamá. Mamá adoptó un estado de omnisciencia: estaba en todos lados
pero a la vez no intervenía. Se le notaba la costura de la resignación en sus
ropas, en su piel, en sus conversaciones. La internación fue tan vertiginosa
que apenas pude volver de un viaje por trabajo a Rosario y enterarme antes de
que se agotara el saldo de los días.
No me quiso hablar por teléfono de su estado. Me recriminó lo que
desde hacía años no me recriminaba: lo que había hecho de Matías.
–Cómo lo dejaste y por cuántas pelotudeces, Lali. Ahora que soy
inimputable (sí, te guste o no, sea estereotipo o no), te lo recuerdo. Hacé
algo con eso, querés.
VII
Matías se vino desde Bahía Blanca para el
funeral. Se quedó conmigo todo el día y se repatrió después como si la ruptura
entre nosotros se hubiera repuesto tras un breve armisticio. De alguna forma,
Selena negoció para mí un día con él, recordándome por qué, a pesar de la
fisura irreconciliable, él seguía pareciéndome un hombre inigualable.
Seguramente, regateó por más con sus últimos estertores, porque siempre quiso
que volviera con él.
Bien, entonces tomo el vuelto de tus
negocios, hermana, y los invierto sin respetar el trato que le hiciste a la
muerte. Prefiero gastarlo en mis muertos que en los vivos, que no son míos en
realidad. Porque tu muerte, como dije arriba, quedó loteada (te guste o no)
y me llevé una parte. Es por eso que los días que le pude manotear a la Parca,
los uso ahora para escribirte este repaso, con la esperanza de que sea una
inversión más productiva (y elegante) que la peluca que finalmente compraste
aquel día.
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