Hacer acrobacias en una pestaña puede parecer más complicado de lo que es, pero a fin de cuentas se la puede remar. Para desmitificar el mundo, este blog-cajón de sastre con las crónicas de un acróbata mal pago.

lunes, 24 de junio de 2013

Pajarracos en la medianera

–Siempre te dije que no se podía vivir con una medianera tan baja– pensó Analía.

Esa era una de las muchas frases comenzadas en «siempre» que  solía espetarle a su esposo. Pero esta vez se la contuvo. Días después pensaría sobre esa contención y concluiría que había hecho lo correcto, porque el horno no estaba para bollos desde hacía rato. Para ningún tipo de panificado, en realidad.

Siempre se juntaban ahí, en la medianera. Quiso la casualidad, esa emperatriz del sadismo, que la pared en cuestión diera al ventanal principal de la casa de Analía. Otra de sus voluntades fue que los tres pajarracos se juntaran religiosamente a la hora de regar las plantas, cuando bajaba el sol, para que Analía sintiese sus cabezas asomadas mirando en dirección a ella.

Ella sabía que allí estaban aunque moviera el escritorio de lugar. Peor era dar la espalda al ventanal: ahí estaban esos ojos fingiendo que miraban otra cosa. Estaban insumidos en un dialogo que ella no podía inteligir. ¿Hablarían de ella esos seres con plumas alrededor de la cabeza?

–...Y ese aire presuntuoso que tienen, como si las plumas fueran el último grito de la moda. Son una fauna y se hacen... –decía  a su marido durante una cena la protagonista de esta situación de acoso. Él jugaba con su tenedor en el plato mientras ella ocupaba su boca con el merlot de ese sábado o con palabras sobre los plumíferos.

***

Pero esa semana hacia el final del verano fue decisiva. El martes, Analía estaba terminando unas letras de palo seco para una campaña publicitaria. Cuando sonó el estrambótico cucú que marcaba las seis, ella pensó dos cosas: primero, que para ser una persona acosada por el subgrupo volador del reino animal, el cucú había sido una elección decorativa un tanto polémica; segundo, que los graznidos de esos seres llegarían en cualquier momento, y que, en su código ininteligible a la distancia, el jogging y las pantuflas que Analía llevaba iban a ser el primer blanco de críticas.

El cucú la vió pasar cual bólido desde la sala al dormitorio para salpicarse con una nueva vestimenta.

***

El miércoles se empecinó. Eduardo, su marido, no quiso escuchar sobre sus intentos por descifrar a la distancia el diálogo de los pajarracos. Cuando ella vio que la indiferencia era suplantada por una irritación acallada por semanas en él, cambió el tema y discurrió sobre la gran cantidad de tiempo transcurrido desde que había ido al cine por última vez.

Esa noche, Analía no pudo dejar de pensar en el código secreto de los seres de la medianera. Le intrigaba saber su contenido. Pudo más el signo de interrogación que la almohada, y se levantó para ir hasta el ventanal. Se tentó con el resquicio entre cada hoja de la persiana y se propuse ver si distinguía en la medianera ese sexteto de ojos escudriñando su casa. Pero luego recordó que sólo los pajarracos más orgullosos de su condición (o los más cazadores) salían de noche. Y que el voyeurismo podía aplicarse hasta en un barrio con veredas de tierra que parecía poco interesante en primera instancia.

***
El jueves, durante el desayuno, Eduardo estaba cortante:


–No entiendo por qué no cerrás la cortina durante el día. Y dejá de mirar por la medianera. Van a empezar a decir que sos una chusma otra vez.

–Vos querés darles más material para criticar. ¿Justo esas cortinas hediondas que nos hizo tu madre querés que cierre para que den a la medianera? Que nos hayamos mudado porque nos era imposible sostenernos allá no quiere decir que tengamos que evidenciar nuestros problemas de dinero.

-Cerrá las persianas durante el día, entonces.

–Siempre dije que vos no sos comprensivo en estas situaciones.

***
El viernes, luego de un par de sofocones a causa del calor se sentó a terminar la gráfica. Pero hacia las seis no fue ni el cucú ni el ruido de la manguera lo que la sacó de su trabajo, sino los graznidos ahora devenidos en raptos de risa convulsa en la medianera.

Ella vio esas tres caras y esos seis ojos. Vio también que parte de la cortina de su ventanal había sido corrida (¿El viento? ¿Eduardo, tan maldito?).

Pensó que ahora no sólo luchaba contra pajarracos, sino contra un ejército de hienas reidoras. ¿Estaba destinado el reino animal a ser su perseguidor? ¿Qué aparecerían luego, serpientes? Ya se había enfrentado a algunas en su vida y, por momentos, se había creído una.

Analía puso los papeles en orden y fue a su cuarto. Se atavió y preparó sus mejores armas para salir, de una vez, a espantar a los pajarracos. El pasto de su jardín estaba algo reseco: la maldita medianera tan baja hacía que le diese poca sombra.

–Buenas tardes– dijo Analía.

–Hola– contestó una de las tres voces para su no sorpresa.

–¿Cómo estás, Anita? –dijo otra voz, la más vieja y envasada en un cuerpo delgado.

–Bien. ¿Ustedes? Mucho calor la verdad.

–Totalmente querida – dijo la tercera –. Una no puede salir de su casa sin el sombrero o un toldo en estos días. Se te terminan quemando los pelos  – dijo al rascar la parte superior de su sombrero donde estaba una fea pluma. Analía se preguntó si las tres habían comprado en algún bazar esas feas capelinas trillizas que solo variaban en los colores.

Pero no era una tarde de preguntas para Anita, sino una de afirmaciones, pues su estrategia estaba basada en disparar un fuerte escopetazo a la curiosidad de las vecinas pajarracas; los perdigones de la curiosidad funcionaban mejor a base de palabras certeras que dudosas. Así es que Analía supo cuando apuntar al cetro con aquella historia que, en parte, había oído sobre la hija de Carla, la dueña de la zapatería. Pero había perdigones que, de tanto circular, se iban deformando hasta convertirse en misiles.

–En fin, toda una bestialidad lo de esta chica. Miren que hacerle eso a sus padres - dijo «Anita».

–Hay leonas que se comen a sus crías – dijo el pajarraco más gordo asomando la cara, por encima de la medianera.

–No seas mala, Nidia. Vos siempre tratás de animales a todo el mundo. Para vos vivimos como en un zoológico.

–Soy de la misma opinión. Si no miren las faltas de ortografía que hay en el cartel de la zapatería que pusieron hoy– terminó Analía.

La combinación de detalles sórdidos y de –cito a «Anita»– «falta de cultura» en un mismo relato había surtido efecto. Luego de una invitación a ver el cartel susodicho a la vuelta que Analía rechazó con pretendida gentilidad, los caranchos (o la especie de la que ella las considerase miembro) se dispersaron antes de terminar su ritual de regar plantas al ritmo de las maledicencias.

***
Cuando Analía volvió a entrar en su vivienda casi pisó una cucaracha. Se puso a pensar si seguirla hasta sus aposentos para matar al resto sería inmiscuirse demasiado en la vida ajena. ¿Y si el insecto despertaba de una pesadilla donde ella había sido la acosadora?

Licencia Creative Commons
"Pajarracos en la medianera" por Lucas Gagliardi se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-SinDerivadas 3.0 Unported.

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