–¿Sabés? Siempre me quedé con una duda. Por qué en El último hombre Lionel Verney fue el único que se contagió la peste y sobrevivió.
No se quedó sin reaccionar. Miró como de costumbre al suelo, con esos ojos que encapsulaban la tristeza para no mostrarla como en un escaparate, pero igual se le notaba ese brillo opaco.
–Bueno, primero alguien tiene que vivir para relatar los últimos días de la humanidad. Y segundo, en tu época eso es moneda corriente –levantó la vista–. En las películas de epidemias el actor de más renombre sobrevive o tiene que aparecer el final feliz que regocije al público.
Siempre sospeché que la caracterizaba una sensatez decimonónica mezclada con perfume de láudano; ahora tenía la confirmación. Quizá haber perdido a dos hijos, una hermanastra, una madre y a un esposo (cual película de pandemia) le hubieran forzado a ser romántica en sus historias pero pragmática en la vida. Una vida en que la tragedia se esparcía como cepas virales.
–Respondeme otra cosa. ¿Cuál fue, en definitiva, la ‘chispa de la vida’ que Victor le infundió a su criatura? ¿A qué dios le robó el fuego tu Prometeo?
Cansina y con algo de preocupación me miró de soslayo.
–Ni aún en tu siglo aprendiste que hay cosas que conviene ignorar… Pero si querés comparto el secreto…
Despertar de repente tiene sus bemoles. Para mi fue frustrante. Para la mujer que soñó con aquel muchacho, que en el ecuador de la noche contemplaba su creación espeluznante y catastrófica, debió ser un alivio.
Mary Shelley (30 de agosto de 1797 – 1 de febrero de 1851)